miércoles, 21 de enero de 2009

Clarita y sus nuevos papás

Dije en la entrada anterior que Clarita tenía otros papás y hermanos, pero que se habían ido a vivir lejos, muy lejos y Clarita casi nunca pensaba en ellos. Pero sus papás finalmente volvieron, cuando Clarita tenía casi tres años y entonces se encontró con que estos papás eran sus verdaderos papás (hoy diríamos padres biológicos) y que Chelo y Manolo no eran sus verdaderos papás, sino sus titos. Así que tuvo qu aprender a llamar "mamá" a Leocadia y "papá" a Francisco (aunque su abuelita clara y sus titos y titas le llamaban Paco). Sus hermanos eran Juan Francisco, que tenía un año más, y Candelita, que era un año menor.

No jugaba mucho con sus hermanos, porque Juan Francisco, como era chico, sólo jugaba a cosas de chicos y ella no podía jugar con él. Y su hermana Candelita era una niña muy tímida y con poca iniciativa.

Clarita encontró un montón de cosas que la dejaron muy desorientada. Primero era que su mamá Leocadia, cuando Clarita comentaba algo de su tita Chelo, se burlaba siempre de la tita. Decía que la tita era muy fantasiosa y muy ordinaria y le disgustó muchísimo que hubiese intentado enseñarla a cantar y a bailar sevillanas porque todo lo del cante y el baile andaluz era muy paleto. Además, en aquella casa todo se hacía de otra manera: si Clarita se portaba bien, nadie le decía nada, pero si se portaba mal, además de castigarla, muchas veces le pegaban, en ocasiones una bofetada y en otras verdaderas palizas, tanto su mamá Leocadia como su papá Francisco. Así que Clarita estaba muy asustaday por eso Clarita decidió no contar más cosas de su tita Chelo, para que creyesen que se había olvidado de ella, pero la recordaba, ¡vaya si la recordaba! y por las noches o cuando nadie la veía, se escondía y lloraba llamándola muy bajito desde adentro.

Entonces Clarita se dio cuenta que lo que ella llamaba "hablar para adentro" era lo que las personas mayores llamaban pensar, y comprendió que ella podía pensar lo que quisiera sin que nadie se enterase porque dentro de su cabeza no podía entrar nadie. Un día que se estaba mirando en el espejo tuvo una idea genial: allí estaba su hermana gemela que vivía en un lugar muy, muy lejano, en las estrellas. Su gemela vivía con la tita Chelo y el tito Manolo, que eran sus verdaderos papás y nunca la regañaban y siempre vivían felices. A veces, cuando ya no podía soportarlo más, Clarita ponía la mano sobre la mano de su gemela del otro lado del espejo y cambiaba de mundo con ella.

Sobre todo cambiaba de mundo cuando había puré de patatas. Y es que Clarita era, casi desde su nacimiento, una niña inapetente que tardaba muchísimo en comer y gran parte de las broncas, las bofetadas y los castigos se producía durante las comidas. Además es que Clarita aborrecía todos los purés (luego le contaron que cuando su mamá verdadera empezó a darle purés de verduras y ella vomitaba, la obligaba a comerse lo que había vomitado, así que tiene sentido suponer que de ahí venía su rechazo a los purés), pero por encima del todos al puré de patatas, que le producía auténticas naúseas. Y su nueva mamá no le perdonaba ni una sola cucharfada: tenía que dejar el plato limpio.

Pues bien, Clarita se divertía muchísimo en su mundo de las estrellas viendo cómo su mamá y su papá se enfadaban con su hermana gemela y la castigaban mientras ella estaba tan feliz y tan segura con sus titos. Claro que Clarita no se cambiaba muchas veces, porque a su gemela tampoco le gustaba el puré y también le dolían y le asustaban las bofetadas y los gritos.

Había, sin embargo, alguien que la ayudaba en lo que podía, y era su abuelita Clara. La abuelita Clara no era una abuelita de esas que dan muchos besos y abrazos o que cuentan cuentos y siempre estaba ocupada haciendo punto o ganchillo (ella le decía "crochet"), pero a veces, cuando la mamá de Clarita no miraba se comía su puré o le echaba azúcar a la naranja para que Clarita se la pudiera comer mejor. Esto enfadaba mucho a Leocadia, que le decía en un tono muy seco:

- Mamá, tú no te metas en la educación de mis hijos.

Y la abuelita:

- Pero si es que la chiquilla no puede con ello. Cuando sea más mayor ya se acostumbrará a todo.

- De todo esto la culpa la tiene tu hija Chelo, que la ha consentido mucho.

- Mira hija, Chelo lo ha hecho lo mejor que ha podido. Tu le dejaste a una niña que con once meses medio raquítica, que no era capaz de mantener la cabeza derecha y Chelo te ha devuelto una niña llena de salud. Eso sin contar con que Paco le prometió que le dejaría a la niña para siempre.

- Sí, y de mismos y fantasías que no la llevan a ninguna parte. Y esas promesas de Paco son también una de las fantasías de tu hija.

- Bueno, lo que tu quieras. Y aquí la abuelita Clara volvía a su labor o a su novela (porque la abuelita Clara estaba leyendo novelas cuando no hacía labores), porque no le gustaba discutir con Leocadia.

A Clarita le parecía que su mamá Leocadia era más fea que su tita Chelo. Su mamá era una mujer alta, delgada y tenía la nariz y la barbilla afiladas, los ojos ligeramente saltones. Era muy seria, siempre era muy educada y siempre sabía lo que había que hacer y no permitía que ninguna de las personas que vivían en la casa hiciera nada en contra de sus órdenes. Sin embargo, la tita Chelo era más bajita y más redondita, con unos ojos risueños y una boca siempre dispuesta a la sonrisa. Le gustaba cantar y bailar, sobre todo, flamenco.

El papá de Clarita, Francisco, era un gigante. En él todo era grande: era muy alto y corpulento, con grandes cejas y bigote negrísimos, el pelo negro y rizado peinado hacia atrás y además era militar. El tito Manolo, por el contrario, aunque no era bajito, era menos alto que Francisco o tal vez sólo lo parecía. Era delgado, con una cara que, si entonces Clarita hubiese conocido los cuadros de El Greco, hubiese dicho que se parecía a sus personajes: tenía la cara y la nariz afilada, el pelo entre rubio y castaño claro y un bigotillo claro. Era una persona afable y un manitas, capaz de reparar o construir toda clase de cosas, desde el brazo de una muñeca a un mueble para la salita de estar.


domingo, 18 de enero de 2009

Clarita, los años felices

Así posaba Clarita en una de las primeras fotos de su vida, a finales de los 40. Vamos, ni Rita Hayworth y es que Clarita se creía la reina del mundo y en verdad lo era, un mundo con un papá y una mamá que la adoraban y no había límites para sus caprichos.


Claro, que también la castigaban a veces, por ejemplo, sin churros y sin su tebeo de "Dumbo" un domingo por la mañana en que al levantarla mamá le preguntó si se había hecho pis y ella aseguró que no, pero estaba empapada de pies a cabeza.


- Es que he sudado mucho, explicó Clarita

- "Mariquilla la retotollúa, que se mea en la cama y dice que súa", respondió mamá (es que mamá era muy andaluza).


Y papá la castigó, pero no porque se había hecho pis, sino por haber mentido. En realidad, Clarita no había mentido porque no recordaba en absoluto haberse hecho pis.


Pero estas historias eran la excepción. Luego la ponían guapísima, se iban todos a misa de 12, luego a tomar el aperitivo y después, camino a casa, se paraban en un arbolito y cuando Clarita lo agitaba ¡oh milagro!, llovían perras chicas, perras gordas y a veces monedas de dos reales y, en ocasiones excepcionales (si había sido muy buena), hasta de 1 peseta. Todas iban a la hucha de Clarita. El arbolito se llamaba "el árbol de las perras". Y con su tesoro bien apretado en la mano volvían a casa para comer.


La vida de Clarita discurría como la de cualquier niña de la clase media de la época, y nunca supo si sus padres pasaban estrecheces, porque para ella no las había. Nunca se aburría, porque siempre había alguien para escucharla o para ayudarla a disfrazarse de lo que se le antojara, porque le encantaba disfrazarse: además de mamá estaba la tata y también la abuelita Benita, que era la mamá de su papá y siempre estaba en su cuarto haciendo labores.


Clarita tenía, además, primas y primos que venían a casa o iban a casa de ellos. Mamá tenía muchos hermanos y hermanas, así que siempre había un nuevo primo o prima a quien dar la bienvenida. Y estaba la otra abuelita, Clara, que vivía en una casa muy grande con todos los tíos y tías que todavía no se habían casado. Era más gorda que la abuelita Benita, pero llevaba un moño precioso en todo lo alto de la cabeza, a lo "Toulouse-Lautrec" (aunque ni Clarita ni la abuelita Clara sabían quién fue este señor), con unas preciosas ondas naturales en la parte delantera.


A veces la llevaban al cine a ver "Pepino y Violeta" y "Blancanieves y los 7 enanitos". No tenían tele, claro, pero escuchaban la radio, le enseñaban juegos y canciones. Aunque mamá aseguraba que su nena era preciosa, muy inteligente y que tenía, no una memoria como todo el mundo, sino un memorión, se desesperaba cuando intentaba que su nena cantase porque, aseguraba, que tenía una oreja enfrente de la otra y que así no había manera. Clarita miraba a su mamá y le decía que ella también tenía una oreja enfrente de la otra y mamá se reía mucho y la abrazaba y le decía que era muy lista, pero que Dios no la había llamado pro el camino del cante.


A mamá le gustaba mucho cantar, sobre todo coplas, sevillanas, fandangos, en fin, todos los cantes del flocklore andaluz. Y bailar. Tocaba las castañuelas y bailaba sevillanas como una diosa o mejor, una odalisca de formas rotundas haciendo ondular sus brazos y todo su cuerpo y a veces hasta se permitía un buen zapateado. Y cuando llegaba el carnaval, ella se vestía de gitana y papá de "paleto", que no era sino un traje de segoviano, porque allí, en Segovia, había nacido él. Y los dos se iban a un baile de carnaval.


Estos son los primeros recuerdos de Clarita. Tenía otra mamá y otro papá y hasta un hermano y una hermana, pero estaban lejos, muy lejos, y Clarita nunca pensaba en ellos.